Por Luciano Eutimio Armas Morales

Molly Williams era una muchacha morena, delgada, con unos ojos azules que irradiaban jovialidad y entusiasmo, y el pelo recogido en una media cola con rizos. Nació en Newham, un barrio pobre de Londres, y que sin embargo es el que tiene menor huella de carbono. No había conocido a su padre, y con su madre hacía años que no tenía contacto alguno.

Había estudiado secundaria en la escuela comunitaria Lister de la City, y estaba en Las Palmas desde hacía cuatro meses a donde había llegado tras los pasos de su hermana, dieciocho años mayor que ella, con la que se había criado desde pequeña.

—Buenas tardes, señor Pedro. ¿Qué desea? ¿Lo de siempre?
—Hola, Molly. Sí, por favor, una jarra bien fría.

Pedro Ramírez Alarcón se encontraba sentado a una mesa en la terraza de la cervecería Peña la Vieja, de la que era un cliente habitual. En estos días otoñales, desde el paseo marítimo de Las Canteras, se podía disfrutar de un atardecer contemplando el sol ocultándose tras la silueta del Teide. Casi a sus pies, la arena dorada de la playa. Luego, una bahía de aguas tranquilas que parecía una piscina, rodeada por una barra de roca porosa acariciada por unas olas remolonas que intentaban atravesarla una y otra vez, pero que desistían como agotadas en los intentos.

El paseo marítimo era un continuo trasiego de gentes que iban y venían y que parecían de todas las procedencias, desde turistas nórdicos a magrebíes con chilaba, parejas acarameladas, o la muchacha del servicio doméstico que sacaba a pasear al señor en la silla de ruedas.

—¿Desea algo más, señor Pedro? —le preguntó Molly con sonrisa radiante.
—No, gracias, estoy esperando a un amigo. Luego pediremos algo más… Por cierto, he estado indagando, y creo que Colombia es el país que te conviene. Está ahora en una buena situación económica y hay demanda de trabajadores en el sector turístico, y más si dominan el idioma inglés. Te pasaré algún contacto.

La muchacha había comenzado a trabajar hacía tres meses. Había nacido en el año 2005, y este era su primer trabajo en España. Quería aprender español, y para cuando tuviese algunos ahorros, le ilusionaba poder viajar a algún país de Centro o Sudamérica y trabajar en algún resort turístico. Le fascinaba ese optimismo contagioso y alegría de vivir que parecían transmitir las gentes de esos países, quizá influenciados por la luminosidad de ese sol radiante tan opuesto a las persistentes y obscuras neblinas londinenses.

Pedro dejó la jarra sobre la mesa tras tomar un sorbo de cerveza y se puso las gafas de sol. Los años pasados en prisión le habían dejado la secuela de unas pupilas hipersensibles a la luz… Le encantaba esa muchacha que, siendo tan joven, tenía tanta seguridad en sí misma, resolución y entusiasmo por nuevos proyectos vitales y, además, leía novela negra. Se encontraba solo, y miró el reloj como quien espera una cita y se impacienta porque ha llegado la hora convenida.

Tras los años transcurridos en aquel siniestro túnel, había recuperado su libertad, su familia y algunos de sus amigos. También, con la ayuda de sus suegros y un pequeño negocio de intermediación inmobiliaria que había montado, estaba recuperando su economía familiar. Las cuentas que había dejado pendientes se estaban saldando… De pronto vio a su amigo Fermín, que se aproximaba sorteando transeúntes.

Y le vino a la mente la imagen de Carmen, la compañera de Fermín, que había formado parte de su pandilla juvenil. Hacía once años que en aquella fiesta campera se acercó a él y le dijo al oído: «Ten cuidado… hay moros en la costa». Cada día de estos once años recordaba aquella imagen afable de su rostro con un rictus de preocupación y aquellas palabras. Fermín, claro está, no estaba a la altura de aquella mujer.

—¡Hombre, Pedro, qué alegría de verte después de tanto tiempo! —casi gritó Fermín al tiempo de fundirse en un abrazo con su amigo.
—¡Vaya con don Fermín! Te veo igual de jovial y optimista, y, además, para ti parece que no corre el calendario. Siéntate. ¿Qué tomas?
—Pues yo a ti también te veo igual, parece que no haya pasado tiempo… Un vermut seco con hielo, por favor —le dijo a Molly, que se había acercado a la mesa.

—Cuéntame, ¿qué has hecho todos estos años? ¿Qué es de tu vida? —le preguntó Pedro.
—Bueno, yo después de aquello me retiré del negocio, tú sabes… Conseguí una distribución de queso y productos lácteos de una firma suiza para las islas… y con el alquiler de los locales que están a nombre de mi mujer y tal, pues hemos ido tirando y pagando los estudios de los hijos. ¿Cómo te encuentras tú? Por cierto, ¿Y tus hijos? Me imagino habrá sido muy duro para ellos.

—Gracias a mis suegros. Se han volcado con nosotros. Ismael siempre fue un niño muy estudioso. Hizo Ingeniería Industrial, y nada más terminar consiguió trabajo. Macarena hizo Odontología y trabaja en una clínica dental. Y yo, después de todo esto, miro el futuro con enorme serenidad y optimismo… sinceramente —remató Pedro la frase masticando las palabras en un tono que parecía como muy firme, y que sorprendió un poco a Fermín.

Los bañistas remolones se iban retirando de la playa con la caída de la tarde. La suave brisa del mar, las olas perezosas que no lograban subir a la barra, el trasiego multiétnico de transeúntes por el paseo, la cálida temperatura y el estimulante amargor de la cerveza pilsen, formaban una atmósfera propicia para una agradable charla con un viejo amigo.

—Me alegro muchísimo de encontrarte con ese ánimo —sentenció Fermín—. Por cierto, un fuerte abrazo de parte de Carmen, y a ver si nos juntamos todos un día. ¡Esto hay que celebrarlo!
—¿Y tu hija qué hace? Parecía una niña despabilada.
—Sí, y tanto —dijo Fermín—. Hizo publicidad…
—¿Y en qué trabaja?
—Vende humo.
—¿Cómo es eso de que vende humo?
—Sí, trabaja en un gabinete de un partido político. Siempre ha tenido espíritu comercial…

Transcurría plácidamente la charla entre dos viejos amigos, que hacía años no se veían. La figura delgada y menuda de Molly iba y venía entre el local y las mesas de la terraza, con la bandeja en la mano y sorteando a los transeúntes por el paseo de la playa.

—Por cierto, Pedro… hablando de todo… creo que lo de Medellín fue un error… un grave error que cometimos… parece ser que el turco era el testigo protegido.
—Sí, claro, un turco nacido en Telde.

La mirada de Pedro se clavó como una flecha en los ojos de Fermín, al que se le heló una incipiente sonrisa, al tiempo de sentir como una especie de sacudida eléctrica. No pudo sostener la mirada y sus manos deambularon sobre la mesa como perdidas, gesticulando, pero sin un objetivo claro.

Seguramente no estaba programado así. Es posible que haya sido una casualidad que en ese preciso momento se acercase a la mesa en la que charlaban dos viejos amigos, alguien que pasaba por allí. Fue un instante que pareció fugaz y eterno. El desconocido hizo un gesto, Fermín se llevó las manos a la cabeza y cayó al suelo de lado, arrastrando la silla.

La ambulancia tardó once minutos en llegar. La Policía Nacional llegó antes. Todo fue tan rápido que casi nadie se dio cuenta de lo que había pasado, hasta que vieron a Fermín Maldonado Martín tendido en el suelo y la silla caída a su lado.

Los transeúntes se arremolinaban a cierta distancia. Dos agentes de la Policía Nacional indagaban datos sobre lo ocurrido entre los curiosos. Un agente sanitario vació un cubo de arena sobre el pavimento en el lugar en que se apreciaba un pequeño charco de sangre.

—¡A sus órdenes, mi sargento! —saludó marcialmente el policía nacional al oficial que acababa de llegar acompañado de otro policía.
—Al herido ya se lo ha llevado la ambulancia. Parece que tenía una fractura en el cráneo. Ninguno de los posibles testigos presentes ha dado una descripción con cierto detalle del agresor. Vieron a un hombre, como de unos treinta años, con pasamontañas, que pasó corriendo por entre la gente y se perdió por esa calle.

El sol, testigo silencioso, había terminado de ocultarse tras la silueta del Teide. Los curiosos comenzaron a dispersarse. El trasiego de transeúntes proseguía por el paseo de Las Canteras, mientras unas olas perezosas no se atrevían a subir sobre las rocas de la Barra. Pedro seguía de pie junto la mesa…

—Lo siento mucho, señor, si era amigo suyo —le dijo el sargento de la policía—. Mañana a las nueve, si es tan amable, completaremos en comisaría la información que pueda darnos para el atestado.

—Sí, señor, allí estaremos a total disposición.

Pedro Ramírez Alarcón se quitó las gafas de sol y las introdujo en el bolsillo de su chaqueta. El sol ya se había ocultado totalmente, mientras las nubes pintaban un lienzo rojizo en el horizonte. Le vino a su mente en ese momento el instante en que, añas atrás, pero a la misma hora aproximada, cruzaba la puerta de la prisión cargando una pequeña mochila con sus útiles de aseo y pertenencias. Esbozó una pequeña sonrisa que parecía de íntima satisfacción…

—Molly, la cuenta, por favor.

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