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Por:Luciano Eutimio Armas Morales

-¿Tú crees que Lee H. Oswald le disparó al presidente Kennedy?

John B. Connally al escuchar la pregunta, bajó la mirada y agitó el Bourbon con las piedras de hielo que flotaban en su vaso. Estaba en la sobremesa de una cena con su amigo y periodista Doug Thompson en el restaurante The Monocle de Washington, y habían transcurrido casi treinta años desde aquella fatídica mañana en la calle Elm de Dallas.

John B. Connally, después de unos instantes pensativo, levantó la vista del vaso y se dirigió a Doug Thompson con una mirada que parecía impregnada de tristeza y resignación. La sorpresa, el shock emocional y el dolor físico de aquellos instantes, permanecían nítidos e imborrables en su mente y se le reproducían en sueños, como si hubiesen sucedido ese mismo día.

-Rotundamente, no. No creo ni por un segundo las conclusiones de la Comisión Warren.

John B. Connally, iba en la limusina con el presidente John F. Kennedy aquella soleada mañana del 22 de noviembre en Dallas, cuando un proyectil le atravesó el tórax desde la espalda saliendo por el pecho, su muñeca derecha fue atravesada rompiendo huesos carpianos, y la misma bala u otra, perforó así mismo su muslo izquierdo.

El informe de la Comisión Warren dice que una misma bala, disparada desde un sexto piso, le entró al presidente por la espalda y le salió por la garganta, para posteriormente hacer un recorrido en ziz-zag por el cuerpo de John B. Connally. Comprobaciones posteriores, establecieron que el agujero de bala por la espalda en la camisa del presidente estaba a seis pulgadas por debajo del borde del cuello.
John B. Connally miraba las piedras de hielo, mientras tomaba otro sorbo de whisky. No estaba en un buen momento. Hacía dos años que había perdido la nominación como candidato a presidente con Ronald Reagan. Su empresa inmobiliaria había sido declarada en bancarrota. Su esposa Nellie estaba delicada de salud. El suicidio de su hija Kathlen a los diecisiete años, le había dejado una profunda e irreparable herida en su alma. Con mirada triste se dirigió de nuevo a Doug.

-Cuando la bala me alcanzó, sentí como si me hubieran dado una patada en las costillas. No podía respirar.

Por su mente pasaban como en flash distintas etapas de su vida política: secretario de la marina con John F. Kennedy, secretario del Tesoro con Richard Nixon, Gobernador de Texas entre 1962 y 1969. Y precisamente siendo gobernador acompañaba al presidente aquel funesto día, y desde que sonó el primer disparo, que muchos confundieron con un petardo, su experiencia militar le alertó de que aquello era algo mucho más serio.

Y su mente volvió, claro está, a la pregunta de Doug Thomson. “¿Le disparó Oswald a Kennedy?”. Era un pobre muchacho de veinticuatro años, que fue asesinado por Jack Ruby en la comisaria de Dallas, dejando huérfanas una niña de año y medio y otra de un mes.

Tuvo una infancia difícil Lee H. Oswald. Inteligente e inadaptado, a los diecisiete años ingresó en la marina y luego fue captado por Inteligencia Naval para misiones secretas en el Pacífico en la época más candente de la guerra fría, cuando los aviones espía U-2 americanos sobrevolaban la URSS.

Mientras estaba en la marina y en contacto con la CIA, se le encomendó que aprendiese ruso para intentar infiltrarse en el régimen soviético. Viajó a Moscú renunciando a la ciudadanía americana y solicitando la ciudadanía de la URSS, a los que prometió facilitarles secretos militares de los americanos. Pero la contrainteligencia soviética lo sometió a vigilancia, le enviaron a Minsk, le presentaron a una sobrina de un coronel de la KGB con la que a los pocos meses se casó, y siendo consciente de que había sido neutralizado, solicitó el regreso a Estados Unidos.

El consulado americano le facilitó y costeó el regreso acompañado de su esposa Marina, y ni siquiera fue interrogado al llegar a Estados Unidos, a pesar de que incluso había sido noticia de prensa la deserción en la URSS de un exmarine. Seguía dependiendo de Inteligencia Naval, y se incorpora como colaborador del FBI con una paga de doscientos dólares mensuales.

Fue en 1963, cuando desde la CIA, le encargaron que se infiltrara en un grupo que estaba planificando el asesinato del presidente Kennedy, y que fuese informando de la trama y de los que intervenían, con el propósito de detenerlos a todos cuando ya tuviese información y pruebas para abortar el atentado en el último momento. Su trabajo sería recompensado quizá, con un nombramiento como agente.

Con ese objetivo, participó en varias reuniones en Nueva Orleans y en Dallas, en las que estaban el mafioso Jack Ruby, el agente de policía J.D.Tippit, los agente de la CIA Frank Sturgis y David Sánchez Morales, así como otros mafiosos enviados por Carlos Marcelo, Santo Trafficante o Sam Giancanna. En algún momento le surgieron dudas, y le remite una nota escrita al agente de la CIA Howard Hunt, uno de los coordinadores de la operación, en la que le solicitaba instrucciones más concretas.

El día del magnicidio, quizá acompañó a Mc. Wallace hasta la sexta planta del edificio del depósito de libros, y él bajó a la segunda planta y se puso junto a un teléfono por el que esperaba instrucciones, mientras tomaba una Coca-Cola. En ese instante, tras el atentado contra el presidente, entró la policía en el edificio y al llegar junto a Oswald, el encargado le dice que es un trabajador de la casa, y Oswald sale a la calle absolutamente desconcertado.

Comienza a desconfiar, toma un autobús, se baja, toma un taxi, va a la pensión en la que vivía, y coge una chaqueta y un revolver. Mientras, J.D.Tippit para el coche patrulla a la puerta de la pensión y toca el claxon, pero Oswald no sale, y Tippit se va.
Sale luego caminando Oswald, entra en una tienda, se dirige a un cine que quizá era un punto de encuentro, la taquillera llama a la policía porque alguien entró sin pagar, compra un cartucho de palomitas de maíz, y al poco tiempo el cine es rodeado por una docena de coches patrulla que llegaron para localizar y detener al espectador que no compró su entrada.

Mientras tanto, los comandos que participaron en el asesinato recogen y desmontan sus armas y desparecen de la escena, protegidos por algunos falsos o verdaderos agentes del servicio secreto, mientras otros se dedican a requisar cámaras o películas que pudieran recoger los momentos del atentado.

En comisaría, mientras trasladan a Oswald por un pasillo delante de los periodistas, el pobre muchacho tuvo tiempo de decir: “Yo no he matado a nadie. Soy un cabeza de turco”. Estaba claro que el plan había fallado en un punto fundamental: A Oswald había que liquidarlo antes de detenerlo alegando que llevaba un arma e intentó hacer uso de esta, pero ese plan falló.

Sería entonces cuando el todopoderoso jefe de la mafia Carlos Marcelo llamó a Jack Ruby, con el encargo de que debía liquidar a Oswald antes de que tuviese ocasión de declarar oficialmente. Y el pobre Oswald, abandonado y desconcertado, sin que le permitiesen disponer de un abogado, que es un derecho sagrado para cualquier detenido en Estados Unidos, intentó utilizar el último recurso: llamar a su tutor.
Milagrosamente escapó de la quema o desaparición de documentos comprometedores, una nota de la telefonista de la comisaría de Dallas, en la que Oswald solicitaba le permitiesen una llamada telefónica a John Hurt, oficial de contrainteligencia militar, para lo que le facilitó su número de teléfono. Pero a Oswald nunca le permitieron que realizara la llamada.

Al siguiente día, ante la mirada atónica de periodistas presentes y telespectadores, Jack Rubi asesinó a Lee H. Oswald, en un pasillo de la comisaria de Dallas en presencia del capitán Will Fritz, que miraba para otro lado, según consta en una foto que Robert H. Jackson inmortalizó y fue premio Pulitzer de ese año.

Al pobre muchacho le acusaron de matar al presidente y de matar a J.D. Tippit, pero está claro que él, tal como dijo, no mató a nadie. Al presidente lo asesinaron con fuego cruzado desde al menos tres puntos diferentes, y el disparo mortal que le voló literalmente el cráneo fue realizado desde una distancia de unos veinte metros, tras una valla de madera en un montículo de hierba y utilizando una bala expansiva, en las que era experto el francotirador de la mafia de Marsella, Lucien Sartí.

Al policía Tippit le asesinaron con cuatro disparos, tres con un arma y uno con otra. Pero utilizaron pistolas, y no un revolver como el que llevaba Oswald. Y a este pobre infeliz trataron de endosarle los dos asesinatos, y ni siquiera fueron capaces de justificarlo con alguna prueba de parafina, porque efectivamente, no había disparado arma alguna.

Tras unos momentos en que Connally se quedó ensimismado en sus pensamientos, Doug Thompson volvió a las preguntas:
-Y por qué no hablas y dices lo que sabes.

-Porque yo amo mucho a mi país.

Seguramente, los que han llegado a presidente de Estados Unidos, y que en campaña electoral decían que desclasificarían los documentos del asesinato de Kennedy para que el pueblo americano supiese la verdad, como ha sido el caso de Bill Clinton, Barak Obama, Donald Trump o Joe Biden, también aman mucho a su país, pero llegada la hora de la verdad, ninguno lo ha hecho.

Posiblemente habrán pensado que conocer la verdad provocaría una gran convulsión en Estados Unidos que pondría en peligro su propio sistema democrático, además del desprestigio que supondría a nivel internacional. No podrían asumir, por ejemplo, que el asesinato de su presidente Kennedy fue instigado por Lyndon B. Johnson, planificado por agentes de la CIA, financiado por la mafia y por el clan del complejo militar-industrial, ejecutado con colaboración de mafiosos y cubanos anticastristas, y encubierto activamente por miembros del FBI, además de por los presidentes Richard Nixon, Gerald Ford y George H. W. Bush.

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